500 millones de euros estaban a punto de desaparecer en la nada. Las computadoras más poderosas de España se apagaban una tras otra

—Carmen Ruiz, señor. Soy la hija de Antonio, el conserje. Estudio informática en la Politécnica y… creo que sé qué está pasando.
El director técnico, hombre de cincuenta años y veinte de experiencia, se rió nervioso.
—Niña, aquí están los mejores informáticos de España. Si no podemos nosotros…
—Con todo respeto —lo interrumpió Carmen, con cortesía pero firmeza—, están buscando el problema en el lugar equivocado. No es hardware ni un virus. Es un error en la programación del firewall que he visto mientras estudiaba para mi examen de sistemas distribuidos.
Miguel miró el reloj. Faltaban 72 minutos. Sus ingenieros no tenían solución. La joven parecía tan segura que casi le creyó.
—¿Y tú sabes cómo arreglarlo?
—Sí, señor. He escrito un parche que podría neutralizar el conflicto, pero necesito acceso al servidor principal.
Un silencio glacial llenó la sala. El servidor principal era el cofre del tesoro: secretos comerciales, patentes, códigos fuente. Nadie podía acceder sin autorización de nivel 10.
—Eso es imposible —dijo el director de seguridad.
Una voz grave interrumpió desde la puerta.
—Yo la tengo.
Era Antonio Ruiz, el conserje, padre de Carmen. Entró con su carrito de limpieza y una llave maestra en la mirada.
—Tengo el acceso de emergencia. Nos lo dieron a todos los conserjes después del incidente del año pasado.
Miguel lo miró como si acabara de descubrir una mina de oro en el sótano.
—¿Papá? —susurró Carmen.
Antonio le sonrió, orgulloso.
—Carmen, siempre has arreglado todo desde niña. Si dices que puedes hacerlo, yo te creo.
Miguel tomó la decisión más arriesgada de su vida.
—Déjenla intentarlo.
Carmen se sentó en la estación principal, rodeada de miradas escépticas. Sus manos temblaban, pero sus ojos brillaban con concentración. Insertó la memoria USB y empezó a teclear a una velocidad asombrosa.

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