Dentro de la caja había fotos antiguas, documentos y una medalla de oro. Le temblaba la voz al explicar: “Hace treinta años, era ingeniero en Puebla. Tras la explosión de una fábrica, salvé a diez hombres de las llamas. Sufrí quemaduras graves y perdí mi carrera, pero recibí esta medalla. Uno de esos hombres se llamaba Esteban Fernández”.
Don Esteban dio un paso al frente, atónito. “¿Tú… me salvaste la vida?”.
“Sí”, respondió Don Manuel en voz baja. “Nunca imaginé volver a verte”.
Avergonzado, Esteban bajó la cabeza. “Y permití que mi esposa te insultara”.
Pero Don Manuel no había terminado. Desplegó una vieja escritura. “Esta tierra en el centro de Puebla, que vale millones, ahora pertenece a María. Nunca lo mencioné. Quería que se casara por amor, no por dinero”.
La multitud se quedó atónita. María gritó: “Papá, nunca me lo dijiste”. Sonrió con dulzura. «No necesitabas saberlo. Tu felicidad era suficiente».
Doña Beatriz permaneció pálida y temblorosa.