Después de la cena, mientras los invitados charlaban en la sala, Emma se excusó y subió al piso superior. Abrió su armario, sacó un gran bolso de cuero y comenzó a llenarlo en silencio. Unos juegos de ropa, las joyas de su abuela, documentos importantes que había guardado en una carpeta—pasaporte, certificado de nacimiento, papeles bancarios. Había preparado todo esto meses atrás, por si acaso. Esa noche, comprendió que “por si acaso” se había convertido en ahora.
Se movió rápido pero sin hacer ruido. Cada objeto que guardaba no era solo tela o papel—era un pedazo de su libertad. Cuando cerró la cremallera del bolso, se miró en el espejo. Por primera vez en años, no vio a la mujer a la que David humillaba. Vio a una mujer que había llegado a su límite.
Abajo, el sonido de risas flotaba hasta ella. David estaba en su elemento, entreteniendo a sus colegas, disfrutando de la atención. No se dio cuenta de que Emma regresó brevemente, dejó la fuente vacía en el fregadero y deslizó su bolso junto a la puerta trasera.
Entró una última vez en la sala.
—“¿Alguien quiere café?” —preguntó amablemente.
Los invitados sonrieron y negaron. David agitó la mano con desdén.
—“No te molestes. Solo siéntate y luce bonita por una vez.”
Los labios de Emma se curvaron en la más leve sonrisa.
—“Por supuesto” —respondió.
Se quedó unos minutos más, escuchando, asintiendo, riendo en los momentos adecuados. Y luego, cuando sintió que era el momento, se levantó.
—“Lo siento” —dijo suavemente, mirando a cada invitado—. “Necesito salir un momento.”
David apenas la miró.
—“No tardes.”