A media semana, el mar tibio y las noches largas parecían deshacer los remordimientos. Valeria se reía en el agua, bronceada, brillante bajo el sol.
—¡Ven! ¡El agua está perfecta! —le gritó.
Andrés entró al mar con ella. Aun así, una incomodidad le roía el estómago.
—¿Otra vez pensando en trabajo? —lo rodeó por el cuello.
—Olvidé mandar un informe antes de salir —improvisó.
—Mentiroso —sonrió Valeria, besándole la mejilla—. Estás pensando en Marina.
—Quedamos en no hablar de eso aquí —cortó él.
—Algún día tendrás que decidir —dijo suave—. No podemos escondernos siempre.
—Después del viaje hablo con ella. Lo prometo.
Valeria asintió, esperanzada. La semana se fue entre mariscos, fotos y habitaciones de hotel. Andrés casi dejó de pensar en casa. Casi.
La sorpresa
La noche del regreso, el taxi lo dejó ante su edificio. Vio luz en la sala. Entró en silencio, dejó la maleta y caminó hacia el murmullo.
Se detuvo en seco: la sala era otra. Guirnaldas, flores, globos; en la pared, fotos de su boda, de viajes; en la mesa, una torta con una vela en forma de “10”. En el sofá, Marina… y un hombre alto de cabello claro.
—¿Qué… qué es esto? —alcanzó a decir.
—No te esperábamos por dos horas —dijo Marina, sorprendida—. Hoy es nuestro décimo aniversario, Andrés.
El hombre se puso de pie y le tendió la mano.
—Alejandro. Un gusto.
Andrés no la tomó.
—¿Qué hace él aquí?
—Es diseñador de interiores —explicó Marina—. Reorganicé el departamento mientras estabas en tu “conferencia”. Quería darte una sorpresa.
Lo llevó a ver el resto: dormitorio nuevo, lámparas cálidas, cuadros. Luego abrió la puerta del que fuera el estudio de Andrés: una habitación infantil pintada en tonos suaves, con cuna y un oso de peluche.
—¿Qué…? —balbuceó.
Marina se abrazó a sí misma.
—Iba a decírtelo hoy. Estoy embarazada. Catorce semanas.
El tiempo se detuvo. Andrés vio el cuarto, la cuna, el brillo expectante en los ojos de ella.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Quería estar segura. Y luego… tu viaje con Valeria.
Él palideció.
—¿Lo sabías?
—No soy tonta, Andrés —lo miró fijo—. Además, antes de irte te quedaste sin batería y usaste mi viejo celular para pedir taxi. No cerraste sesión. Me llegaron todos tus mensajes. Todos.
Andrés sintió la sangre huirle del rostro.
—No sé qué decir.
—No digas nada —respondió ella—. Solo respóndeme una cosa: ¿la amas?
Él abrió la boca… y la cerró.
—No lo sé. Estoy confundido.
Marina asintió, como si lo esperara.
—Bien. Entonces haremos esto: tienes una semana. Llévate la maleta y vete a casa de un amigo, a un hotel, donde sea. Piensa en nosotros, en lo que quieres, en el costo real de tu decisión. En una semana regresas y me dices qué vas a hacer.
—¿Y si decido irme?
—Te irás —respondió, con la voz apenas temblorosa—. No voy a detenerte. Pero quiero que estés absolutamente seguro.
Andrés, de pronto, la vio distinta: la serenidad, la dignidad, la fuerza que lo enamoraron al principio… y que había olvidado mirar.
—No te merezco —susurró.
—Tal vez —esbozó una sonrisa débil—. Pero el que decide eres tú. Ahora vete. No me llames en estos días.
Él tomó la maleta.
—Nos vemos en una semana.
—Nos vemos.
Cuando se cerró la puerta, Marina volvió a la sala. Observó el pastel, las fotos, las luces. Se acercó a la ventana y lo vio abajo, con la maleta, dudando, alejándose por fin.
Llevó la mano al vientre. No estaba embarazada. Había pedido a Alejandro, un amigo del colegio, que la ayudara a montar la escena. Sabía que la mentira no es buen cimiento para reconstruir, pero también sabía que a veces alguien necesita perderlo todo para entender qué valía tenía.
Apagó las luces y se dirigió a la recámara. “La noche trae consejo”, solía decir su abuela. Tenía una semana por delante.