La familia se mudó. Las cajas se apilaron. Las puertas se cerraron. Y él… él no fue incluido. No hubo despedida. No hubo explicación. Solo lo dejaron atrás, en una casa vacía, vieja, olvidada por todos menos por él. Pero no solo lo abandonaron: lo encadenaron. Lo ocultaron tras una pared de yeso endurecido, como si su existencia fuera una carga, un estorbo, algo que debía desaparecer. Lo ataron con una cadena oxidada que no solo sujetaba su cuerpo, sino también los últimos restos de su libertad, de su dignidad, de su esperanza.
Cinco meses pasaron ahí. Cinco meses de oscuridad, de hambre, de frío. Cinco meses esperando que alguien regresara. Que una voz conocida lo llamara. Que una puerta se abriera. Pero nadie vino. Nadie preguntó. Nadie lo buscó. El tiempo se volvió enemigo. El silencio, castigo. Y aun así, su corazón siguió latiendo. No por sí mismo, sino por ellos. Por la familia que lo había olvidado.