Divorciada, mi esposo me lanzó una almohada vieja con una mueca de desprecio. Cuando la abrí para lavarla, me quedé atónita con lo que había dentro…

Al abrir la cremallera de la funda de almohada, sentí algo extraño. Había algo grumoso dentro de la suave pelusa de algodón. Metí la mano y me quedé paralizado. Era un pequeño paquete de papel, envuelto con mucho cuidado en una bolsa de nailon.

Lo abrí con manos temblorosas. Dentro había un fajo de billetes, todos de 500 pesos, y un papel doblado en cuatro.

Abrí el papel. Apareció la familiar letra de mi madre, temblorosa y vacilante: «Hija mía, este es el dinero que guardé para ti en caso de necesidad. Lo escondí en la almohada porque temía que fueras demasiado orgullosa para aceptarlo. Pase lo que pase, no sufras por un hombre, querida. Te quiero».

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Mis lágrimas caían a mares sobre el papel amarillento. Recordé que el día de mi boda, mi madre me dio la almohada y me dijo que era muy suave para que pudiera dormir bien.

Me reí y le dije: «Te estás haciendo vieja, mamá, qué raro pensarlo. Héctor y yo seremos felices».

Mi madre simplemente sonrió, con una mirada distante y triste en los ojos. Abracé la almohada contra mi pecho, sintiendo como si mi madre estuviera sentada a mi lado, acariciándome el pelo y consolándome.

Resultó que siempre supo cuánto sufriría una hija si elegía al hombre equivocado. Resultó que había preparado un plan B para mí; no uno de los ricos, sino uno que me salvaría de la desesperación.

Esa noche, me acosté en la dura cama de mi pequeña habitación alquilada, sosteniendo la almohada contra mi pecho y mis lágrimas empapando la funda.

Pero esta vez no lloraba por Héctor. Lloraba porque amaba a mi madre.

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