El suegro vino del campo a visitar; el yerno lo despreció por pobre y ni siquiera quiso conversar, pero después se quedó pálido de arrepentimiento al conocer la verdad…

El suegro suspiró y dijo despacio:
—No necesito que me respetes por dinero. Solo quiero que quieras a mi hija y valores la familia. Pero hoy vi claramente lo que pesa más en tu corazón.

Se levantó, tomó su viejo morral y se dispuso a marcharse. María rompió en llanto y trató de detener a su padre. Javier, en cambio, se quedó pálido, lamentándose. La oportunidad dorada se le había escapado de las manos por culpa de su orgullo y su desprecio.

Esa noche, la casa quedó en silencio. Javier, abatido, comprendió que la verdadera riqueza no estaba en un traje elegante, ni en una cartera llena, ni en un coche lujoso, sino en la bondad y la dignidad de las personas. Y entendió que lo que había perdido no era solo una oportunidad de negocios, sino también la confianza de su esposa y el respeto de su suegro: el campesino humilde que en realidad era socio mayoritario de la empresa con la que tanto había soñado trabajar.

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