La petición levantó sospechas. ¿Y si era una excusa para escapar?
Pero, tras deliberar, accedieron.
El día señalado, lo sacaron de la celda, encadenado y escoltado, bajo un cielo gris que parecía no tener fin. Esperó, el corazón en vilo, hasta que en la distancia apareció una silueta conocida.
El perro.
En cuanto lo reconoció, el animal tiró de la correa, escapó del guardián y se lanzó sobre él con una alegría desesperada. El prisionero cayó de rodillas, derribado por la fuerza del encuentro. Y por un instante, el mundo se detuvo. No había muros. No había cadenas. Solo el calor del pelaje, el latido de un corazón contra el suyo.
Hundió el rostro en el cuello del animal y rompió a llorar.
El perro gimió suavemente, como si comprendiera.
—Mi pequeña… mi fiel compañera… —susurró—. ¿Qué será de ti sin mí?
Sus manos temblaban sobre el lomo del animal, queriendo grabar cada respiración, cada temblor, cada instante. Luego, con voz apenas audible, añadió:
—Perdóname… por haberte dejado sola. Lo intenté… juro que no hice nada… Pero tú… tú nunca dudaste. Los guardias observaban en silencio. Incluso los más endurecidos bajaron la mirada. En aquel momento, ya no veían a un reo. Solo a un hombre despidiéndose del único ser que lo había amado sin condiciones. Antes de que lo apartaran de ella, levantó la vista hacia uno de los guardias y murmuró:
—Cuida de ella. Llévala a casa.