Me llamo Elena Montgomery, tengo sesenta y ocho años, y la Navidad pasada crucé el umbral de mi propia casa con el pie enyesado y una grabadora oculta en mi cárdigan. La conversación se detuvo cuando dije, sin temblar, que mi nuera me había empujado a propósito.
Mi hijo respondió riendo, con un brillo despiadado en los ojos, que “me merecía la lección”.
Lo que ninguno sabía era que llevaba dos meses preparándome. Aquella noche no sólo era la anciana herida: era la mujer que se había negado a seguir siendo la presa.
Después de que mi esposo murió
Tres años antes perdí a Edward, mi compañero por treinta y cinco años. Construimos juntos una pequeña cadena de panaderías, cuatro locales en Nueva York, además de nuestra casa en Brooklyn, ahorros y propiedades. Nuestro patrimonio rondaba los cuatro millones de dólares.
Cuando Edward murió, se llevó la mitad de mi alma. La casa se volvió enorme, vacía, dolorosamente silenciosa.
Mi único hijo, Lucas, llegó al funeral con su esposa Priscila, abrazándome con tanta fuerza que creí que intentaba sostenerme. Hoy sé que estaba calculando.
Antes de la muerte de Edward me visitaban una vez al mes. Después del funeral, cada fin de semana. Lucas decía que era peligroso que viviera sola, que se preocupaba por mi estabilidad emocional. Priscila asentía solemne, sonriendo con dulzura.
Cuatro meses después, permití que se mudaran. Primero la habitación de invitados, luego el garaje, y finalmente toda la casa como si siempre hubiera sido suya. Al principio agradecí la compañía… no sabía que había invitado a lobos a mi hogar.