Fue Domingo quien selló el pacto. “Todos la amamos, hermano. De maneras diferentes. Cuidarnos entre nosotros. Y cuidarla a ella. Porque cuando esto explote, y explotará, ella sufrirá tanto como nosotros”. No eran rivales, sino cómplices en una alianza imposible.
En julio, la verdad golpeó a Catalina. Náuseas matutinas. Su período no llegó. Estaba embarazada.
El pánico la invadió. ¿De quién era el hijo? Había estado con los tres. No había manera de saberlo. Estaba atrapada.
Una noche, mandó llamar a los tres a la biblioteca. “Estoy embarazada”, dijo sin rodeos. “Y no sé de quién de ustedes es el hijo”.
El silencio fue ensordecedor. Sabían que el castigo era la tortura y la muerte. “Podríamos huir”, dijo Miguel. “No llegaríamos ni a Caracas”, replicó Domingo.
Fue José Gregorio quien propuso la solución más desesperada. “Y si todo se revela. Si contamos la verdad completa. Nos matarán de todas formas, pero si nosotros contamos la historia, al menos quedará registro de que no fue violación. De que fue amor”.
Era un plan suicida, pero era lo único que tenían. Durante semanas, prepararon meticulosamente un documento explosivo. José Gregorio redactó la historia. Catalina asumió su responsabilidad, explicando su soledad y su rebelión contra una sociedad hipócrita. Domingo escribió sobre la deshumanización de la esclavitud. Miguel, sobre un amor que no conoce barreras.
Hicieron copias y las enviaron a un periódico liberal en Caracas, a un sacerdote progresista y a un político enemigo del tío de Catalina, Don Sebastián Mendoza, quien venía en septiembre a revisar las cuentas.
Don Sebastián llegó con su esposa mojigata, Doña Clemencia, y su hijo abogado, Rodrigo. Los primeros días fueron tranquilos. Pero al tercer día, Don Sebastián, alertado por Rodrigo, notó la verdad.
Cuando una ráfaga de viento pegó el vestido de Catalina a su cuerpo, vio la curva inequívoca. “Catalina, a mi despacho. Ahora”.
Cuando las puertas se cerraron, la confrontación fue brutal. “Estoy embarazada, tío. De cuatro meses”, confesó ella. “¿Quién es el padre?”, rugió él. “¡Arreglaremos un matrimonio!” “No puedo casarme con él”. “¿Por qué? ¿Es un cura? ¡Habla!” “Porque no sé cuál de los tres es el padre”. Don Sebastián palideció. “¿Tres hombres?” “Sí”, dijo ella, levantando la barbilla. “Domingo Lucumí, José Gregorio Silva y Miguel Tomás Barrios. Tu capataz negro, tu mayordomo mulato y tu herrero negro”.
El caos se desató. Doña Clemencia se desmayó. Rodrigo quedó boquiabierto. Don Sebastián, lívido de ira, juró venganza. “¡Esclavos! ¡Te has revolcado con esclavos! ¡Nos has destruido!” “Lo hice porque quise. Nadie me forzó”. “¡Peor! Estás loca. Los esclavos serán ejecutados inmediatamente. Tú serás declarada demente y encerrada en un convento”. “Demasiado tarde, tío”, dijo Catalina con una sonrisa amarga. “Ya todo está escrito. Ya las cartas fueron enviadas a Caracas. En este momento, media ciudad debe estar leyendo nuestra historia”.
La furia de Don Sebastián fue total. Agarró a Catalina, pero Rodrigo lo detuvo. “Padre, cálmate. Necesitamos pensar”. “Los tres serán ejecutados mañana al amanecer”, sentenció Don Sebastián. “Y tú enfrentarás un juicio eclesiástico. Que Dios tenga piedad de tu alma”.
Esa noche, los tres hombres esperaban su destino en un cobertizo, encadenados pero juntos. “¿Creen que valió la pena?”, preguntó Miguel, temblando. “Sí”, dijo José Gregorio. “Vivimos con dignidad, aunque sea por poco tiempo”. Domingo miró hacia la casa grande. “Llevará tiempo, pero llegará el día en que un hombre negro podrá amar a quien quiera. No llegaremos a verlo”. “No”, dijo José Gregorio. “Pero quizás el hijo de Catalina sí”. Ese niño, que llevaría la sangre de uno de ellos pero el legado de los tres, era su única trascendencia.
En la casa grande, Catalina estaba encerrada en su habitación, escuchando cómo el amanecer se acercaba. Había suplicado, ofrecido su fortuna, pero Don Sebastián estaba decidido.
La mañana del cuarto día no trajo el sol, sino el sonido de los guardias arrastrando a los hombres hacia la plaza central de la hacienda. Catalina corrió a la ventana. Los vio. Domingo, con la cabeza en alto. José Gregorio, rezando en silencio. Miguel, llorando pero caminando junto a sus hermanos.
“¡No!”, gritó Catalina, golpeando el cristal. “¡Asesino! ¡Tío, no!”