Don Sebastián, desde el patio, ni siquiera levantó la mirada. Dio la orden. La ejecución fue pública, brutal y rápida, un ejemplo sangriento para el resto de los esclavos. Catalina se derrumbó en el suelo, su grito ahogado en un sollozo que pareció romperle el alma.
Pero mientras los cuerpos aún yacían en el patio, un jinete cubierto de polvo irrumpió en la hacienda. Traía noticias de Caracas.
“¡Don Sebastián! ¡Don Sebastián!”, gritó el hombre, agitando un periódico. “¡El escándalo! ¡Está en ‘El Liberal’! ¡Toda Caracas lo sabe!”
El documento había llegado. La historia de Catalina había explotado. Los enemigos políticos de Don Sebastián exigían una investigación sobre su “cruel manejo” de la hacienda. La Iglesia estaba horrorizada. La sociedad caraqueña, aunque escandalizada por Catalina, estaba aún más fascinada por la audacia de la confesión.
Don Sebastián quedó atrapado. Había cometido los asesinatos, pero ahora el mundo lo observaba. No podía simplemente “desaparecer” a su sobrina. Su propio nombre estaba manchado.
Rodrigo, el abogado, vio la única salida. “Padre, esto es un desastre de relaciones públicas. Debemos controlar el daño. Ella debe irse”.
El juicio eclesiástico fue una farsa silenciosa. Para evitar más escándalo, Don Sebastián arregló todo. Catalina fue despojada de la Hacienda San Jerónimo, que pasó a manos de su primo Rodrigo. Fue declarada “moralmente incapacitada” para administrar sus bienes.
Seis semanas después, dio a luz a un niño. Un varón sano, de piel canela y ojos oscuros y profundos. Nunca se supo quién de los tres fue el padre; en el niño vivían los tres.
El destino final de Catalina fue el exilio. Don Sebastián, en un último acto de control para salvar las apariencias, la envió de vuelta a Madrid, al mismo lugar donde había recibido su educación. Le pasó una modesta pensión, suficiente para vivir pero no para tener poder, con una condición: que nunca más volviera a pisar Venezuela.
Catalina Mendoza y Salazar, la mujer más rica de Barlovento, abandonó su tierra natal como una paria. Perdió su hogar, su fortuna y su reputación. Pero mientras el barco se alejaba de la costa, no lloraba. En sus brazos, sostenía a su hijo, a quien llamó Miguel José Domingo.
Había perdido todo, excepto la libertad que tanto había anado y la prueba viviente de que, por un breve momento, en medio del horror de la esclavitud, tres hombres y una mujer se habían atrevido a ser, simplemente, humanos. Su historia se convirtió en una leyenda susurrada en Barlovento, una verdad oculta que la historia oficial intentó, pero nunca pudo, borrar por completo.