La niña seguía dibujando, tranquila, como si nada. A las 9 en punto bajó de nuevo. Claudia pensó que ahora sí vendría el regaño, pero no. Leonardo se sentó en la mesa del comedor y pidió que le sirvieran café. Luego desde la silla le preguntó a Renata cómo se llamaba.
Ella le respondió con toda la naturalidad del mundo, como si fueran amigos. Él le preguntó qué le gustaba hacer y ella respondió que dibujar, correr y comer pan dulce. Leonardo se rió. Una risa baja, pero real. Claudia sintió que algo raro estaba pasando y no sabía si debía preocuparse o no. El resto de la mañana fue diferente. Leonardo se quedó más tiempo en la casa.
salió al jardín a hacer unas llamadas, pero antes de salir le preguntó a Claudia si Renata podía jugar ahí un rato. Ella no sabía qué contestar, solo dijo que sí, si no era molestia, y él respondió que no, que le gustaba verla ahí. Claudia se quedó mirándolo sin saber cómo reaccionar. Mientras barría la entrada, vio a su hija corriendo entre los arbustos, riéndose sola, y a Leonardo sentado en una banca, mirando sin decir nada.
El hombre que había perdido a su esposa tres años atrás y que desde entonces vivía como sombra, ese día parecía estar volviendo a la vida. Claudia no entendía qué estaba pasando, pero por primera vez en mucho tiempo sintió que tal vez las cosas podrían cambiar y todo había empezado como un día cualquiera. Renata estaba sentada en el jardín con las piernas cruzadas, arrancando florecitas del pasto y haciendo montoncitos por color.
Llevaba puesta una blusita blanca con manchitas de jugo de naranja que no salieron en el lavado y una cola de caballo que ya se le había deshecho. Mientras jugaba, hablaba sola, como hacen los niños, inventando historias de que una flor era una princesa y otra era un dragón.
Claudia la miraba desde la puerta de la cocina limpiándose las manos con un trapo viejo. Le preocupaba que hiciera ruido o que ensuciara algo. No quería dar motivos para que le dijeran que no podía traerla más. Leonardo estaba dentro de su despacho, como siempre. Se escuchaban algunos ruidos de papeles y una llamada en altavoz.
Claudia no entendía de qué hablaba, pero su voz era firme, de esas que imponen, aunque no estés viéndolo. Cuando Renata empezó a cantar bajito mientras acomodaba sus flores en una fila, Claudia quiso correr a decirle que se callara, pero antes de que pudiera moverse, Leonardo salió. Iba con su celular en la mano y una expresión cansada. se detuvo de golpe al ver a la niña cantando.
Claudia se quedó paralizada. Esperaba que dijera algo, que la mandara a callar, que preguntara por qué estaba ahí otra vez, pero no. Leonardo guardó el celular en el bolsillo y se acercó despacio, sin que Claudia entendiera qué estaba haciendo. Se agachó a la altura de la niña y le preguntó qué estaba cantando.
Renata lo miró, lo pensó un segundo y luego le dijo el nombre de una caricatura. Le preguntó si él también veía esa caricatura. Leonardo soltó una pequeña risa por la nariz. No, no la veía, dijo. Pero le gustó como cantaba. Claudia no sabía qué hacer. Era como ver a otra persona.
El mismo hombre que pasaba de largo sin saludar, que apenas y miraba a los demás. Ahora estaba agachado platicando con una niña de 4 años sobre canciones de caricaturas. Renata seguía hablando como si nada. Le explicó que una flor era mamá flor, otra era papá flor y que estaban cuidando a sus hijitos. Los pétalos. Leonardo asintió como si de verdad entendiera y entonces pasó. Se ríó. Una risa suave pero real. Y no fue una sola vez.
Renata dijo algo más, algo de que los pétalos eran traviesos y se escapaban del jardín y él soltó una carcajada bajita, pero clara. Claudia sintió un nudo en la garganta. No sabía si era alegría, sorpresa o miedo. Verlo reír así era como ver llover en pleno desierto. Se notaba que no lo hacía seguido.
Él se quedó un rato más con la niña, viendo cómo acomodaba las flores por colores. Le preguntó si le gustaba estar ahí. Renata dijo que sí, que era como un parque con techo y que ojalá vivieran ahí. Leonardo la miró serio por un momento, pero luego sonrió otra vez. Después de unos minutos, se levantó y le dijo a Claudia que podía dejar que la niña jugara ahí el tiempo que quisiera, que no había problema.
Claudia solo alcanzó a decir un gracias muy bajito. Él se fue sin más, como si todo fuera normal, pero para Claudia nada era normal. Más tarde, cuando ya estaban limpiando el piso del pasillo que conectaba con la biblioteca, Claudia se detuvo un momento al escuchar otra vez la risa de Leonardo. Esta vez venía del despacho. No era fuerte ni exagerada. Pero estaba ahí.