—¿Sabes qué enfermedad tiene ella?
Esa pregunta fue como un cuchillo directo en el corazón. Se quedó helado, su rostro se puso pálido.
—¿Qué… de qué hablas?
Fruncí los labios. Yo sabía el secreto que él jamás se imaginó: mi mejor amiga padecía una grave enfermedad contagiosa. Me enteré por casualidad gracias a una amiga que trabajaba en un hospital. Había recibido tratamiento varias veces, pero lo mantuvo en secreto. Aun así, seguía precipitándose en relaciones, y mi esposo —ese hombre necio— cayó en sus brazos.
—Te lo pregunto por última vez, ¿lo sabías? —dije con voz fría.
Él se quedó callado. Sus ojos estaban llenos de confusión y arrepentimiento. Empezó a temblar.
Semanas después, la verdad salió a la luz. Fue al médico porque su salud empeoraba. El examen reveló que tenía la misma enfermedad que mi amiga. No me sorprendió. Solo sentí amargura, porque el hombre que había sido mi esposo había arruinado su vida.
Por suerte, unos meses antes ya me había separado de él, cuando comprendí que el matrimonio no tenía salvación. Ya no éramos cercanos como pareja. Así que mi hija y yo estábamos completamente a salvo. Quizás esa fue la última protección que Dios nos dio.
El día que recibió los resultados, se arrodilló frente a mí con lágrimas en el rostro:
—Perdóname… estaba equivocado… por favor, no me dejes…
Lo miré y ya no sentí remordimiento. Ese hombre había destruido mi confianza, había robado la felicidad de nuestra familia. Y ahora debía afrontar las consecuencias de sus actos.
—Quien merece tus disculpas es nuestra hija, no yo.
Respondí suavemente y luego me di la vuelta.
Desde ese día, dejó de importarme. Puse todo mi amor en mi hija, que volvió a vivir tranquila, sin miedo. Él seguía vivo, pero era una vida triste, marcada por el arrepentimiento tardío.
La pregunta “¿Sabes qué enfermedad tiene ella?” fue el inicio de la verdad revelada. También fue el final de un matrimonio que alguna vez pareció fuerte. Comprendí que a veces no hace falta venganza para el engaño, porque la vida misma se encarga de darle al traidor el castigo más duro.
Parte 2: El corazón que aprende a latir
Leo se quedó.
Y no como un invitado.
No como un niño temporal, ni como un acto de caridad.
Se quedó como parte de algo que James Lancaster no sabía que aún era capaz de construir: una familia.
Durante las primeras semanas, todo fue nuevo. Para todos.
Leo no hablaba mucho. Dormía con una cobija hasta la cabeza, como si temiera que lo sacaran en mitad de la noche. Comía despacio al principio, esperando que alguien le quitara el plato. Cuando James intentó abrazarlo, el niño se tensó como si esperara un golpe.
Pero poco a poco… el hielo fue cediendo.
Una mañana, James encontró en su escritorio un dibujo. Era un garabato infantil de la casa, con él, Leo y María tomados de la mano. Sobre el techo, un sol gigante y torcido sonreía.
—¿Hiciste esto tú? —preguntó James.
Leo asintió con los ojos brillantes.
James no dijo nada. Solo tomó el dibujo, lo enmarcó y lo colgó en el estudio.
Fue el primer cuadro en años que colgaba él mismo.