Al final, agachó la cabeza, recogió las llaves del suelo y me las entregó. Esa humillación fue el primer ladrillo cayendo de su castillo de aire.
Cuando se fueron, supe que no se quedarían quietos. Necesitaba blindarme. Llamé a mis amigas, mis “leonas”: empresarias jubiladas, abogada, mujeres que también sabían de guerras familiares.
Blindaje: ley, papeles y estrategia
Con Matilde, mi amiga abogada, hicimos el plan:
Al día siguiente me sometí voluntariamente a una evaluación psiquiátrica con el perito más respetado. Salí con un certificado impecable: mente lúcida, capacidades intactas.
Modifiqué mi testamento: todo mi patrimonio pasó a un fideicomiso a nombre de mi nieto Santi, administrado por un consejo externo. Elena ya no tendría control sobre mi dinero.
Cancelé poderes y tarjetas, cambié cerraduras del local de Marcos y bloqueé su acceso legalmente.
Mientras tanto, la realidad les explotaba en la cara:
Marcos encontró la puerta de su oficina cerrada por orden judicial, sus clientes dándose la vuelta y su secretaria renunciando.
Elena pasó vergüenza en el supermercado cuando la tarjeta no pasó y tuvo que dejar el carro lleno de pañales y comida.
No disfruté su dolor, pero sí sentí justicia. Era la primera vez que el costo de sus decisiones lo pagaban ellos y no yo.
El intento más sucio: declararme loca
La jugada más baja llegó una tarde: Marcos apareció con una ambulancia privada, un “doctor” y dos enfermeros. Querían sacarme de mi casa a la fuerza, sedarme y llevarme a una clínica para luego alegar demencia e intentar controlar mis bienes.
Rompieron mi puerta,