Esa fotografía —ella abrazándolo, el agua hasta el pecho, los ojos cerrados como quien reza— se volvió símbolo de esperanza. De esos que te hacen creer que todavía hay amor verdadero en el mundo. Pero los cuerpos no resisten lo que resisten los corazones. Y el de ella ya había aguantado demasiado.
Días después del rescate, su salud se complicó. El frío le dejó el pecho apretado. La tos no la dejaba dormir. En el refugio, los médicos decían que era agotamiento. Ella, con voz bajita, decía que no quería medicinas… que solo quería volver a su casa. “Ahí nos casamos”, murmuraba. “Ahí crecieron los hijos.” El agua se había llevado las paredes, pero no los recuerdos.
Su esposo, don Aurelio, no se separó de ella ni un segundo. Dormía sentado a su lado, tomándole la mano. Le limpiaba el sudor de la frente con una toalla vieja. Le contaba historias para distraerla del dolor.
Hasta que un amanecer… el cuerpo de doña Elodia se rindió. Dicen que murió tranquila. En los brazos del mismo hombre que la sostuvo bajo la tormenta. Cuando la noticia se dio a conocer, el país entero volvió a llorar. Porque su historia no era solo de tragedia. Era de amor, de fe, de resistencia.
En un mundo donde muchos huyen, ella se quedó firme. En una época donde el amor dura lo que dura una discusión, ella demostró que hay amores que duran hasta después de la muerte.
Hoy, en Poza Rica, la gente sigue recordando esa foto. Esa escena que no necesitó palabras para decirlo todo. El agua subía, pero ellos seguían de pie. El mundo se derrumbaba, pero su amor no se hundía.