Un policía de Nuevo México le informó que había ocurrido un grave accidente de carretera.
Un vehículo había dado varias vueltas de campana, se había incendiado y la identificación coincidía con la de Hannah y las dos niñas.
Michael conducía sin memoria.
En la comisaría le dijeron lo mismo: no se pudo identificar visualmente ningún cuerpo, solo “pertenencias” y “documentos”.
Estaba demasiado destrozado como para cuestionar nada.
Organizó un funeral tan grandioso que parecía grotesco.
Ataúdes blancos demasiado pequeños.
Tantas flores que la iglesia olía a jardín florido.
Gente llorando por todas partes.
Y enterró a sus hijas creyendo que nunca volvería a oír sus voces.
La niña que desmintió la mentira
Dos años después, un sábado tranquilo como cualquier otro, Michael estaba limpiando el polvo de las lápidas cuando oyó una voz tímida detrás de él.
“Señor… disculpe… ¿señor?”
Se giró bruscamente, irritado por la interrupción.
Una niña menuda, delgada, con ropa descolorida y zapatos destrozados, estaba de pie, con las manos entrelazadas, nerviosa.
“¿Qué pasa?”, preguntó, con más dureza de la que pretendía.
Ella se estremeció, pero no echó a correr.
“Necesito decirte algo. Se trata de… estas chicas”.
Michael frunció el ceño, confundido y molesto. “¿Qué pasa con ellas?”
La niña tragó saliva con dificultad. “No están… no están aquí. Viven en mi calle”.
El mundo se congeló.
“¿Qué acabas de decir?”, susurró.
Ella levantó dedos temblorosos hacia las lápidas.
“Conozco estos nombres. Oigo a una señora llamándolas. Dos chicas, se ven iguales, pelo rizado, más o menos así de altas. Viven en una casa azul en mi cuadra”.
El corazón de Michael empezó a latir tan fuerte que podía oírlo en sus oídos.
“¿Estás jugando conmigo?”, gruñó.
“¡No, señor!”. Se le llenaron los ojos de lágrimas. “Mi mamá está enferma. No quiero dinero. Te juro que no miento. Los veo todo el tiempo”.
Casi se alejó.
Casi.
Pero su mirada —firme, aterrorizada, honesta— no lo dejó.
Sacó su billetera.
“¿Cuánto?”