“Mamá”, murmuró con la voz quebrada. “Lo siento mucho. Ese día… tenía miedo de lo que diría mi esposa. Nunca debí haberte tratado así”.
Dolores sonrió levemente, su frágil mano cubriendo la de él.
“Hijo, una madre nunca se queda enojada. El dinero se puede recuperar, pero el corazón de una madre, una vez roto, nunca se puede recuperar”.
Ramón rompió a llorar, apoyando la cabeza en su mano como un niño pequeño. Afuera, la luz del sol se filtraba a través de la ventana del hospital, cálida y dorada, como el perdón.
ver continúa en la página siguiente
Epílogo
A partir de ese día, Ramón cambió. Visitaba a menudo a su madre, le llevaba comida y medicinas, y reparaba la vieja casa en la que ella vivía sola. Su esposa, que antes la desaprobaba, empezó a comprender el discreto vínculo que los unía.
La historia de la madre de 70 años y el paquete de fideos lleno de amor se extendió por el barangay como un dulce recordatorio.
Para Doña Dolores, el regalo más preciado nunca fue el dinero, sino el amor que había sobrevivido bajo capas de orgullo y miedo.
A menudo se sentaba junto a su ventana, sonriendo suavemente mientras decía: «Ese paquete de fideos… fue el mejor regalo que mi hijo me dio».
Por mucho éxito que alcancemos, que nunca olvidemos a quienes nos dieron la vida. Un pequeño gesto de amor hacia nuestros padres —una palabra, un abrazo, una simple visita— puede reconfortar sus corazones para toda la vida.